Casi saliendo de la puerta en el aeropuerto del DF, el viernes 27, y no puedo dejar de sonreír, no sé porqué. No puedo zafarme de esta sensación de bienestar. Seguro que es el cambio de aire, que como siempre cuando viajo a tocar me doy permiso de zafarme, eso sí, de responsabilidades y obligaciones administrativas. Esta mañana incluso pude correr a Relaciones para firmar de recibido el boleto, y correr es casi literalmente lo que hice, saltando las escaleras del metro, pies y cuerpo llenos de energía. Antes fui a caminar y a correr en ese parque genial (cuyo nombre siempre olvido) en Adolfo Prieto con Portales en la del Valle donde me hospedé.
… Y qué bien. Más tarde necesitaría toda esa energía. Distaba de ser un viaje horroroso pero sí que larguísimo. Estuve muy emocionada por pisar tierra peruana por vez primera y en los hechos pude pisar más de lo anticipado, al menos en el aeropuerto. Cuando nuestro vuelo llegó a Lima, a eso de las 2300h, el vuelo a Sao Paulo que iba a salir a la 0100, se había cambiado a las 0300h. Sin explicación. De repente me vinieron a la mente varias historias de colegas de gira en América Latina, de vuelos cancelados y cambiados …
Aún así no pude dejar de sonreír, porque de por sí casi toda la experiencia fue chidísima. Del DF a Lima es con Aeroméxico y caramba, cada vez que vuelo con ellos quedo muy a gusto. Llegas a los 10 mil metros y ¡abracadabra! allí están con el carrito de bebidas y, poco después, con una comida caliente y buena.
En la casa de B la noche anterior conocí a una joven argentina que me platicó de un barcito en el aeropuerto de Lima donde se puede conseguir un buen pisco y algo que comer. Y así resultó –justo como ella dijo, ahí está el barcito, buena comida y café, sección de fumar y el arriba mencionado pisco. Además de mucha gente esperando sus vuelos a tiempo o cambiados. Genial. Compartí mesa (hay pocas) con un joven chileno regresando a Santiago de unas andanzas en Amazonas, una señora creo que también de Chile, un porteño-miamiano de vuelta a Miami. Éste último y yo, al estar informados que el barcito queda abierto todas las 24 horas, acordamos que esto no existe en EU: un aeropuerto que sigue abierto toda la noche. Allá los aeropuertos, a eso de las 2 de la madrugada, se ponen muy tétricos. ¡Aquí no! Aquí los viajeros son muy resistentes, pensé. Nada de berrinches, toda la gente tranquila.
Llegué a Ribeirao Preto unas 8 horas más tarde de lo anticipado: en la madrugada el aeropuerto de SP permaneció cerrado unas 3 horas por densa neblina. Guarulhos en el pandemonio total con cientos de personas intentando reagendar vuelos. No hubo manera de comunicarme con mi querida Silvia Berg, para avisarla que no iba a llegar en el vuelo acordado. No por primera vez maldecía la telefonía celular en distintos países. Pude hablar o enviar un mensajito de texto a México como si estuviera ahí; ¡pero no pude adivinar la configuración correcta para Brasil! No quise tomar el tiempo para ir a un lugar de telefonía porque no querría quitarme del mostrador por miedo de que me olvidaran a mí y a mi vuelito de una hora.
Así que en ese lapso sí que dejé de sonreír, principalmente por estar muy deshidratada, terriblemente urgida de un café y, con el tiempo, famélica; y para colmo asqueada por humo de diesel, guácala, que a menudo olfateaba DENTRO del aeropuerto.
Feliz final: después de estar pegada a la aerolínea como sanguijuela durante unas cuatro horas, logro que me den ¡un pase de abordar, qué milagro! para un vuelo que saldrá a las 1930h del otro aeropuerto de Sao Paulo. Y ¡qué cambio! Guarulhos, manicomio. Congolha, tranquilidad total. Toda la gente sonriente. Voy directamente al mostrador de TAM y no hay ningún pasajero. Aunque falten cuatro horas para el vuelo alegremente documentan mis maletas y no me dan lata respecto al peso. Cuando comento, en mi fracturado portuñol, que todo aquí parece muito mais relaxado que en Guarulhos el señor que me atiende rompe en una sonrisa enorme y me dice que SIM, aquí muito mais agradável. Como un sandwich, mucha agua, dos expressos doble, y salgo fuera. De repente recuerdo que Sao Paulo es una ciudad portuaria, que estamos cerca al mar – esa deliciosa brisa sólo puede venir del mar. Aquí el aire parece infinitamente más limpio que en Guarulhos.
Por eso llego a Ribeirao a las 2030h en lugar de a las 1200, válgame. Silvia me recoge y vamos a su depa que es casi como una casa de árboles, rodeado por palmeras. Pedimos deliciosa pizza; ella hace un jugo de mil frutas y me sirve cachaça del pueblo de su padre, igual como el moonshine que tengo en Guanajuato en una botella sin etiqueta y fenomenal, con un sutil sabor a melaza. Hablamos de Emmanuel Bach y de su propia música y de muchas cosas más: mucho agua bajo el puente desde nos vimos la última vez. Al rato me lleva al hotel y yo duermo como lirón durante unas nueve horas, bendito sueño, medicina más barata del mundo. ¡He vuelto a Brasil!